Iba andando una noche por la calle, el viento en la cara, el paso de cebra que ningún coche respeta y allí a lo lejos una mujer tiraba hacia arriba de lo que parecía un peluche con una cuerda. El muñeco, claro, caía, no se soportaba. La mujer parecía hablarle (una loca, pensé según me acercaba) pero lejos aún. Obviamente el objeto no se iba a poner de pié y empezar a andar, no se qué estaba viendo esa mujer pero desde luego no era lo mismo que yo. Unos pasos más, algo más de luz y obviamente alguien no veía bien: el muñeco resultó ser un perro agonizando, la loca resultó ser la dueña intentando levantarle a base de gritos, pidiéndole que no le hiciera eso y tirando de la correa, pero el cuerpo del animal caía como si fuera plomo al suelo. Estaba muerto, solo faltaba que lo admitiera y que lo enterraran.
Pero nunca sabes lo que te aguarda el camino y de vuelta di con ese borracho de barrio que parece que se perfume con alcohol, el que está en la taberna desde que abren hasta que cierran y «¡pero si todavía es pronto!», el que se siente solo en casa y cree que su lugar es aquel donde haya vino en copa, vaso o tetrabrick, del barato o del caro, el que desayuna un carajillo, se va a la cama con un whisky sin hielo y sueña con riojas. Esta persona había desaparecido del barrio, por la razón que fuera abandonó su silla en la terraza del bar junto a su perro. Supuse que se había muerto (el alcohol, ya se sabe) y allí me lo encuentro: paseando con su perro, limpio y arreglado. Había vuelto a nacer.
Moraleja, no camines sólo por la noche.